Nuestra revista

«Lo que no es infierno»
Litterae Communionis n.3, marzo 2025EDITORIAL
Como buscadores de oro
«En nuestra situación infernal he sido testigo de mucha esperanza». Claro como un rayo de luz es el mensaje del cardenal Pizzaballa con que esta revista se asoma a los abismos del mundo de hoy. Lo que no es infierno tiene un rasgo inconfundible: es real, concreto, preciso, tiene nombre y rostro. Como los nombres y rostros que acompañan estas páginas, que recogen la experiencia que se vive en algunos de los más de cincuenta conflictos que sacuden nuestro mundo, los más violentos y menos conocidos, de los que no se habla más que por ciertas llamaradas mediáticas que se apagan enseguida, pero donde la Iglesia permanece. Y lo hace con su presencia, incluso allí donde puede no haber una guerra declarada pero durante generaciones enteras no saben lo que es vivir en paz.
El poeta lituano Czesław Miłosz destacaba la extrañeza de una época en la que «se habla mucho de historia pero, si no fuéramos capaces de reavivarla con algo personal, resultaría más o menos abstracta, llena de enfrentamientos entre bandos y fuerzas anónimas». Denunciaba esa «generalización que mata los detalles, que huyen por definición de simplificaciones esquemáticas». Esa necesidad de personalización es lo que reclama el Papa, porque todos los conflictos «encuentran su raíz en la disolución de los rostros». Es urgente que la historia, la vida, el otro, no queden diluidos. Hace poco, en el Jubileo de la comunicación, animaba «a imitar a los buscadores de oro, que tamizan incansablemente la arena en busca de la minúscula pepita», invitaba a no «reducir la realidad a un eslogan», a «dar espacio a la confianza del corazón que, como una flor frágil pero resistente, no sucumbe ante las inclemencias de la vida sino que florece y crece en los lugares más impensados».
Hay historias particulares que tienen la fuerza de abrir un horizonte hasta en las situaciones más complejas. En primer lugar porque “ponen rostro” a algo que parece irreal, por ejemplo al dato de que haya 380 millones de cristianos perseguidos en el mundo. Rostros como el de un obispo pakistaní que narra cómo crece la fe en un país donde esta se persigue cotidianamente. Como aquellos que en el Congo, República Centroafricana, Burkina Faso, Mozambique, Haití o Siria no solo resisten, sino que se convierten en semilla de construcción porque entran en diálogo, educan y se entregan a los que lo necesitan, sin distinción. Los que acogen a los migrantes en la frontera entre México y Estados Unidos, o los exiliados de Nicaragua que describen la vida de un pueblo crucificado que resurge cada día gracias a su fe. O un médico que cada año, desde hace 25, viaja por los lugares más remotos y heridos ofreciendo su ayuda, pero sobre todo recibiendo la esperanza de hombres y mujeres que ya nunca olvidará y que lleva consigo porque, como él dice, «nos suscitan la pregunta inevitable: ¿qué hace falta para vivir?».
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