Ante el dolor y la violencia: ¿Cuál es nuestra tarea como cristianos?

Ante el dolor por la violencia en nuestro país, nos preguntamos ¿cómo se construye socialmente la paz? Para profundizar en esta pregunta, nos reunimos con tres amigos que trabajan por construir la paz en México.
María de Lourdes Caudillo

Lo que vivimos en México, no es lo que sucede en Gaza, pero igualmente es una violencia inaceptable. Ante el dolor que viven tantas personas en nuestro país, nos preguntamos ¿cómo se construye socialmente la paz?, que no es el desarme, o el dividirnos entre buenos y malos. Para profundizar en esta pregunta, nos reunimos con tres amigos que trabajan por construir la paz en México. Ellos son: Genner, miembro de consejo de Diálogos por la paz en México, Nuria Mendizábal, abogada que trabajó por varios años en la Suprema Corte de Justicia, y Oliverio González, responsable de CL en México.

Hace unos días, el movimiento publicó un manifiesto sobre la paz y retomó una pregunta del Papa León XIV que me gustaría abrir con ustedes. Él dice: “Nosotros, como cristianos, además de indignarnos y alzar la voz, e intentar arremangarnos para ser constructores de paz y favorecer el diálogo, ¿qué podemos hacer? ¿Cuál es nuestra tarea como cristianos?”

Genner: Encuentro en esta pregunta una resonancia con lo que el papa Francisco ha iniciado, y que ahora continúa en los diálogos sinodales. Tuve la oportunidad de participar en un diálogo con obispos y laicos aquí en México, y también de escuchar la experiencia de otros países. En todos se repite algo: la necesidad de una pastoral que acompañe el dolor, una pastoral de la consolación.
Sí, tenemos que alzar la voz, denunciar, transformar las estructuras injustas; sin embargo, muchísimas personas han sufrido la violencia, y eso ha dejado muchos corazones rotos. Necesitamos aprender a escuchar. En Acapulco, por ejemplo, se abrieron centros de escucha donde la gente acudía a contar sus dolores. El papa Francisco lo llama el “apostolado de la oreja”: poner el oído, escuchar, dejarse tocar.
Y creo que nosotros, como cristianos, debemos ser partícipes de esos procesos de sanación, de las escuelas de perdón y reconciliación. Nuestra tarea es acompañar en el dolor, aprender a consolar.

Nuria: Ante esta pregunta, y pensando también en la exhortación Dilexi te, me pregunto a su vez qué significa caminar en medio de tanto sufrimiento. Creo que nuestra tarea es hacernos del dolor del otro, hasta el punto de que ese dolor nos mueva. Reconocer que el dolor del otro también es mío.
Si no llegamos a ese punto, incluso nuestra acción pastoral puede quedarse en activismo, aunque sea bien intencionado. No basta con “estar” con el otro; hay que hacerse uno con él. Hacerme del sufrimiento del otro también me protege de los prejuicios y de la ideología. A veces —y aquí es donde hemos perdido mucho a nivel de la política pública— las víctimas se instrumentalizan. Se les atiende, pero sin involucrarse, no se les mira. También nosotros, si no nos dejamos tocar, podemos caer en eso. Cuando nos dejamos mover y conmover por el dolor, entendemos que somos iguales, a pesar de ser distintos. Solo así podemos entender que el camino verdadero es la paz.
Recuerdo las palabras de la esposa de un líder de los limoneros, asesinado hace unos días: “No nos equivocamos, el camino es la paz.” Aunque haya pasado esto, esa sigue siendo la ruta. Si nos acercamos al otro siendo uno con él en su sufrimiento, también descubrimos que necesitamos ser sanados: de la soberbia, de la indiferencia, del prejuicio. Ese es el camino.

Oli: Coinicido totalmente en lo que han dicho Nucia y Genner. Para mí, la pregunta tiene que ver con educarnos como cristianos para afrontar los desafíos de la guerra y la violencia que vivimos. Escuchar y aprender de otras experiencias que están construyendo el bien común, reconocer que hay más caminos de los que conocemos.
Es fundamental dar espacio a la escucha verdadera a otras personas, grupos e instituciones que trabajan a favor de la paz. No es obvio tener el corazón abierto a experiencias distintas. Pero lo más importante es arriesgarnos en una amistad con esas personas y experiencias que encontramos, una amistad que abra nuevos horizontes.
A eso lo llamo una amistad operativa. Creo que son dos aspectos fundamentales para nosotros, los cristianos: aprender a escuchar y arriesgar en una amistad que construya caminos de paz.

El Papa ha señalado también la necesidad de estar en paz —que tiene que ver con el perdón, primer paso de libertad— y de hacer la paz, que implica la reconciliación y la justicia. Pero muchas veces se confunde con una simple tregua. Les pregunto: ¿cuáles son, desde su experiencia, los caminos reales del perdón, de la reconciliación y de la justicia? ¿Y qué corresponde a los actores sociales y al gobierno?

Genner: Creo que lo primero es acompañar, porque en ello reconocemos la dignidad humana. El mal es un proceso de deshumanización: nos quita la capacidad de sentir, de reconocer, de crear vínculos. Pero el bien, que es el buen Espíritu de Dios, nos humaniza y nos permite sentir el dolor de otros, devolver la dignidad, mirar a las personas como personas.
Por eso, antes que nada, hay que volver a humanizarnos. Frente al dolor que provoca el mal, hay una gran sed de justicia. Pero debemos preguntarnos: ¿qué justicia buscamos? La justicia punitiva, la de aplicar la ley y castigar al culpable, no se experimenta como respuesta cabal a la necesidad de resarcir el daño. La justicia restaurativa, busca restaurar relaciones, asumir que si alguien hace el mal también fallamos como sociedad al no acompañarlo.
En un país donde la impunidad reina, esta pregunta se vuelve urgente: ¿cómo podemos transformar las estructuras? La reconciliación y el perdón son procesos humanos, no políticas públicas. Son largos, exigen tiempo, sanación, sentir, soltar, rehacer, y finalmente perdonar. El perdón, que es el corazón de la reconciliación, implica abrazar el dolor y colocarlo en un horizonte de esperanza –la Resurrección–. Por eso no podemos llamar paz a la simple intención de dejar las armas. La paz verdadera es un proceso de reconciliación que lleva del perdón a la comunión.

Nuria: Me pregunto dónde está el mal. Y pienso que el mal está en la mentira. Pero la mentira, aunque venga del poder, no resiste el grito de la verdad. En México, quien se atreve a decir la verdad suele ser silenciado, porque frente a ella la mentira palidece.
Me pregunto también cómo alguien que ha estado en el crimen organizado puede llegar a reconocer su mal y pedir perdón. Solo si tiene la posibilidad de encontrarse con la verdad. Cuando el corazón humano se expone ante la verdad, no puede quedar igual. Todos nos equivocamos, pero cuando una persona se enfrenta a la verdad, algo cambia. Por eso digo que la verdad es una necesidad humana.
En lugares como Apatzingán o Culiacán, la gente tiene miedo, pero aun así sale a decir la verdad. Porque el corazón humano necesita expresarla.
Creo que debemos generar espacios de encuentro donde esa verdad se pueda articular, donde podamos arriesgarnos a encontrarnos. En esos espacios comienza la reconciliación, el perdón y la humanización.

Oli: Los caminos de perdón y reconciliación hoy surgen en lugares que abrazan el dolor como propio. Son comunidades que acompañan con paciencia infinita, que ofrecen herramientas educativas que generan esperanza, empatía y solidaridad. Rompen la cultura de la indiferencia, del descarte y de la lástima.
Para llegar al perdón hay que respetar el ritmo de cada persona. Un educador amigo me decía: “hay que vivir el martirio de la paciencia”. Solo así la persona puede distinguir lo que le ha hecho mal y lo que puede generar bien.
Recuerdo la Obra Social San Ricardo de Pampuri, en Getafe, España. Allí acogen a inmigrantes con gratuidad, pero también los educan en la responsabilidad. Es mirar a la persona con dignidad, creer que puede reconstruirse.
Les dicen la verdad con amor, incluso cuando implica consecuencias. Esa verdad vivida en comunidad sana.
Y creo que los actores sociales y el gobierno deben acercarse a esas heridas, tocarlas, escucharlas. De ese contacto nacerán políticas públicas que favorezcan espacios de sanación y de reconciliación.

Han salido de manera velada algunos ejemplos, pero, Para cerrar, me gustaría que compartieran algún testimonio que ayude a entender más, de manera carnal, esto que nos han compartido.

Genner: He pensado mucho en lo que significa el mal estructural. Ese mal que busca deshumanizar y desesperanzar, porque la desesperanza paraliza. Pero también en cómo los testimonios de esperanza devuelven la vida. En Diálogos por la Paz he vivido dos experiencias que me marcaron. La primera fue el asesinato del padre Marcelo en Chiapas. Me pidieron acompañar a su comunidad con un taller de construcción de paz. Llegué con miedo y tristeza, sin saber qué decir pues yo mismo estaba sufriendo la desesperanza. Pero en el taller, hablando con la gente sobre la vida del padre Marcelo, fue impresionante ver cómo recuperó esperanza, el recordar las palabras del padre Marcelo y de monseñor Samuel Ruiz fue una experiencia viva de que las semillas que sembraron siguen vivas. Y la comunidad retomó con paz el deseo de seguir las huellas del padre Marcelo. Esa semilla de esperanza fue más fuerte que la del miedo.
La segunda experiencia fue el testimonio de doña Mari, madre buscadora a quien le desaparecieron cuatro hijos. Ella ha sentido la fuerza de Dios que la sostiene. Nos dice: “Si yo no me rindo, ustedes tampoco pueden rendirse.” Su vida es profecía. Ella hace lo que el gobierno y la sociedad no han hecho: acompañar, visibilizar, humanizar.
Como en la Cruz de Cristo, donde la desolación dio paso a la resurrección, la esperanza vence al mal. El mal no tiene la última palabra.

Nuria: Cuando me preguntaron qué le pediría al gobierno, pensé que lo único que pido es realismo. Que reconozcan que somos una nación, que no hay buenos ni malos.
La solidaridad que necesitamos surge desde abajo, en lugares concretos. Lo vi en Veracruz, tras las inundaciones. Algunos se quejaban por la inacción del gobierno, pero yo vi otra cosa: vi gente ayudándose. Personas que, aun sin caminos, buscaban maneras para ayuarse. En ese gesto entendí algo profundo: el otro es un bien para mí. Y quienes ayudaban también descubrieron una necesidad más grande: la de darse, estamos bien hechos, estamos hechos para dar la vida, y esto se reconocía dentro de una tragedia como la vivida donde afloró el corazón que al dar descubre una profunda correspondencia.
El desafío es cómo mantener esa mirada: ver al otro como un bien, reconocer nuestra necesidad y seguir construyéndonos juntos.

Oli: Me gustaría hablar desde la trinchera ciudadana. Hay un paradigma que necesitamos romper: el que divide a la sociedad entre buenos y malos.
En estas reuniones, muchos dicen: “los buenos tenemos que organizarnos contra los malos”. Pero eso no ayuda. Nos coloca en un nivel moral superior.
Necesitamos cambiar la mirada y el lenguaje. Llamar al mal por su nombre, sí, pero también ofrecer caminos para transformar el bien ausente. Porque el mal es, ante todo, ausencia de bien.
Los Diálogos por la Paz son un testimonio de ese cambio: un espacio donde aprendemos unos de otros, donde nace la amistad operativa.
En Monterrey, por ejemplo, presentaremos un libro de Giussani con monseñor Rogelio Cabrera. Nos conoció gracias a estos diálogos y quiso encontrarse con nosotros. Esa es la amistad operativa que necesitamos: caminar juntos, educarnos juntos.